lunes, 2 de abril de 2007

La vida en la muerte

La mujer coge la sombrilla. Sin dificultad levanta el banco azul que dejó a un lado de un panteón blanco y limpio, empuña el rosario que lleva en el cuello e inicia el ritual que practica desde hace 19 años: cantar letanías y rezar a muertos que no son suyos.
La llaman Merce pero la bautizaron Mercedes Ferrer Yánez. Es menuda, habladora y dispone de un par de zapaticos chinos que de modo veloz la trasladan de un lado a otro del camposanto. Su falda blanca, dos tallas más grandes, levanta vuelo y se detiene conforme se desplaza por entre los nichos y las bóvedas. Está curtida por el sol abrasador que domina las costas colombianas y que cae como plomo sobre Cartagena de Indias, lugar donde nació hace 75 años.
Pero en el centenario Santa Cruz de Manga el sol parece menos implacable. Gracias al “árbol venezolano”, a los dos almendros y al mango siempre hay sombra en el camino principal, el único empedrado. Justo allí, debajo de uno de los almendros, coloca Merce su banquito azul. En ese lugar se sienta a esperar que aparezcan los deudos de algún muerto que necesite responsos, rezos y letanías “porque hay que renovar la permanencia en el reino de los cielos”.

Duerme madre querida,
duerme sin despertar
que todos los ángeles del cielo
a ti te acompañarán...
Rosa Narváez tienes visita,
tu hija Hilda,
tu nieta Jessica
y una jovencita que quiere ser tu amiga.
Rosa cariñosa, Rosa amable y juguetona.
Rosa espléndida, Rosa alegre.
¿Qué pasó?
¿A dónde vas paloma blanca?
Dios te salve Rosa.


Merce toca el revestimiento que contiene los restos de Rosa, quien murió hace dos meses y a quien nunca conoció en vida, arregla los claveles rojos que adornan la bóveda, canta una última copla de inspiración propia, besa el concreto y al fin se persigna. Jessica e Hilda, aun de luto, la emulan mientras se protegen del sol con la sombrilla amplia de Merce. Ninguna se sienta en el banquito que se queda como esperando. La Madre y la hija sonríen satisfechas mientras rebuscan en el monedero dos mil pesos (casi un dólar) para pagar los favores recibidos.
_Dicen que aquí se oía el llanto de un niño pero yo nunca lo he escuchado, afirma Merce mientras guarda el dinero en un bolsito roído y gastado con una mano y señala con la otra un panteón de medio metro coronado con una cruz de azul cerámica.
_A lo mejor no lo oigo porque creo en las ánimas, por eso no lo habré escuchado. Aquí el único fantasma soy yo. Fíjate que también creo en las tres divinas personas. Pero si tengo algo malo bajo a todos los santos del cielo. Si tengo un quebranto del alma me vengo al cementerio y salgo tranquilita. Aquí todo es paz, aquí uno se relaja y mientras más uno está aquí más provoca quedarse, dice mientras se desplaza con sus dos canillitas por entre los estrechos laberintos del cementerio que ocupa dos cuadras de largo de la zona de Manga y que tiene más 150 años.
El de Manga es uno de los más antiguos de la ciudad. Apenas permanece activo y hace rato que fue desplazado por el Jardines de Cartagena, el que más se utiliza de los seis cementerios públicos y los dos privados del área.
Aunque no se le parece del todo, el de Manga recuerda al de La Recoleta de Buenos Aires sólo que menos cuidado. Está cargado de ese pasado pomposo y decorado, donde era mandato construir panteones con ángeles de piedra y cristos llorosos como homenaje, como si los muertos necesitaran techo.
El de Manga no tiene a Evita Perón pero es patrimonio histórico desde 1996. Una laguna lo separa de la turística Bocagrande, donde están ubicados los mejores hoteles de Cartagena.
Aunque cueste creerlo es un cementerio democrático: Si bien los panteones familiares rebozan el lugar, las bóvedas distritales bordean los nichos de los que alguna vez fueron la “gente bien”. Un entierro de lujo sobrepasa el millón de pesos (500 dólares), mientras que uno al que llaman “sepelio de solidaridad” apenas cuesta 20 mil (menos de 20 dólares). Estos son los que hacen en el de Manga, sencillos, sin lujos, sólo con flores, muchísimas flores, flores amarillas, blancas y sobre todo rojas, la mayoría de plástico o de papel. Allí también reposan el pintor Enrique Grau, el político Rafael Núñez y otros bien conocidos por los colombianos, como la madre del Gabo, cuyos restos fueron trasladados a otra parte hace años.
El de Manga fue un antiguo leprosario, donde dejaban morir a sentenciados infelices que no tenían remedio por más que les rezaran. Tal vez por eso aun dan la bienvenida dos avisos, cortesía coca-cola que advierten: “Prohibido ingresar niños menores de 12 años. Cuide su salud”.
Merce se sienta en uno de los grandes bancos del camino principal y cuenta que una vez una mujer entró al cementerio con un recién nacido. Ella la alertó sobre los peligros que suponía pasear al niño por el camposanto, “porque hay que acordarse de que tienen la piel suavecita y que pueden respirar las enfermedades de los muertos”. Pero la mujer le gritó que se ocupara de lo suyo y desde entonces no tiene ánimos para alertar sobre los peligros que encierra semejante sitio de encuentro.
Uno nunca sabe.
Los dos únicos sepultadores escuchan a Merce y se ríen. Niegan que haya fantasmas y enfermedades en ese santo lugar. El que más tiempo tiene en el oficio es Rigoberto, un joven moreno, de sonrisa fácil y agradable, de buen carácter y asiduo observador de las iguanas que pululan por las tumbas y miden más de un metro de largo. También es fanático del programa Radioperiódico La Noticia en la voz de Campo Elías Terán que escucha en un radiecito negro que siempre lleva consigo.
_A esta hora todo es quietud, suelta Rigoberto mientras descansa al pie del almendro y arregla la antena del radio para sintonizar mejor el programa que esta vez habla de ritos de brujerías, lo que provoca risas entrecortadas en Rigoberto.
No tiene de qué preocuparse. “La programación” indica que ya no hay más muertos en el día. Esa mañana hubo sólo uno, aunque sí tendrán que hacer algunas exhumaciones.
En los últimos años ha disminuido la rotación. En los días más ajetreados se entierran cinco y a veces ni siquiera uno. Tal escasez preocupa a Rigoberto que cuenta que tiene 2 meses que no cobra. Normalmente recibe un promedio de 500 mil pesos al mes pero de momento no tiene contrato.
_Mi esposa dice que sigo aquí por amor al trabajo, y esa es la verdad, sigo aquí por amor al trabajo, afirma este hombre que tiene casi 13 años echando pico y pala en El Manga, enterrando y sacando muertos y que vive cerca de Cartagena, en San Fernando, a la salida de la troncal.
_En estrato 3, se apresura en aclarar.
El otro sepulturero se llama Eduardo, de carácter más reservado. Tiene los ojos rojos, como inyectados de sangre y luego de cuatro meses laborando en el cementerio dice que ya no le asusta ver a los muertos.
_Al principio me impresionaba pero ya es como si me tomara una gaseosa, argumenta Eduardo luego de explicar que cambió de ramo “porque no tenía noche ni día, ni siesta ni domingo” en su trabajo como radiólogo industrial donde vivía “revisando cables”. Eduardo remplazó a Aníbal, quien tenía años en Manga pero fue trasladado a otro cementerio, el de Albornoz, donde entierran a los NN (No tiene Nombre) que nunca se pudieron identificar.
Eduardo y Rigoberto ven a los muertos cuando les toca hacer las exhumaciones, cuando “la programación” exige despejar las bóvedas para abrir pasos a nuevos residentes. Según normas del ayuntamiento el servicio de las bóvedas distritales en el Manga se presta por lapsos. Es decir, el cadáver de un niño sólo puede permanecer en el recinto un año, el de un adulto dos años y hasta cuatro si el fallecido es grueso y grande.
Normalmente los sepultureros hacen 4 o 5 exhumaciones diarias. La última del día será de un niño de unos 7 años. A fuerza de picotazos abrirán una bóveda de la fila de infantes ubicada en la entrada del cementerio. De un féretro blanco saldrá una especie de saco irreconocible que será depositado en una bolsa negra sostenida por el abuelo que de modo natural y tranquilo a su vez introducirá la bolsa negra en una blanca más pequeña para luego colocarla en el nicho previamente dispuesto. Merce, una cuadrilla de la empresa limpiadora Fesma y tres curiosos más, incluido Roby el nuevo celador, observarán perplejos, pero eso sí, muy de cerca, la escena . Unos segundos bastarán para rendir un último homenaje, después todo será cháchara y chiste.
Ni siquiera los gusanos y las cucarachas que salen del ataúdes cuando desplazan a lo que una vez fue un cuerpo impresionan a los sepultureros.
_Hay que tener cuidado de los vivos, dicen casi al unísono, y se apresuran en relatar que lo único que los ha sorprendido son las ceremonias de “los malos”. Cuentan que sus compinches traen droga preparada, prenden tabacos de marihuana y meten bolsitas de perico dentro del cajón. Abren la boca del muerto le echan ron mientras cantan champetas y vallenatos. Nunca lo dejan enterrar enseguida y hacen disparos al aire que ahuyentan a las iguanas y asustan a los presentes.
_Hay que tener cuidado porque las balas salen hacia arriba y cuando bajan vienen más fuertes, reflexiona Rigoberto quien asegura que no todo lo que ocurre en el Manga es para llorar. Hace unas semanas filmaron en El Manga varias escenas de la película El Amor en los Tiempos del Cólera basada en la homónima novela del Gabo y protagonizada por el actor español Javier Bardem.
_Aquí grabaron el sepelio de los protagonistas con dos actores famosos. Vinieron al cementerio los que hacen las películas de Jolibud, el mismo director de Harry Potter, dice Rigoberto emocionado antes de anunciar su debut en el celuloide haciendo de, como no, sepulturero.
Por el trabajo recibieron “la extra de 40 mil” pero están concientes de que pudieron haber pedido más. Ahora que la nueva administración les prohibió recibir propinas cayeron del cielo esos pesos adicionales.
Esta vez es Merce la que sonríe, saluda a La Mona y a La Chiqui, las vendedoras de flores que están apostadas en la entrada del cementerio, revisa su cuaderno desgastado donde registra todas sus citas, el nombre del muerto y el resumen de sus letanías inventadas.

Somos peregrinos
Vamos hacia el cielo
La fe nos ilumina
Nuestro destino ¿está aquí?
¿Dónde estará?


El destino de Merce estuvo una vez en Caracas, donde vivió y trabajó como doméstica durante 25 años y donde huyó por el quebranto de alma que ocasionó la ruptura abrupta de un matrimonio infeliz. La inminente muerte de su madre la obligó a retornar a Cartagena y se quedó. Siempre le canta, a ella y a su hermana que descansan en el Manga.
_No se pa donde coja yo o si me van a meter aquí. Yo siempre digo que así no hayga bóveda que me entierren aquí, así sea en un huequito en el suelo. Esta es nuestra casa y aquí me quiero quedar...

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