sábado, 7 de abril de 2007

Madrid siempre de marcha

El momento del destape pasó pero quedan las ganas de pasársela bien, ya sea en la bohemia Malasaña, en la Latina, en la liberal Chueca o en las pijas Salamanca y la calle de Brasil...

Es la malquerida, la ciudad del medio de la nada, la metrópoli que carece de ríos espectaculares y que no tiene un mar que la agracie. Madrid es una de las capitales europeas más cercanas a la pobrecita Africa y más lejanas de las grandes urbes emblemáticas de la civilización occidental y, casi siempre, sale perdiendo en la irresistible e inevitable comparación a la que se le somete con la Barcelona de Gaudí.
En ningún lugar de la tierra la gente parece ser tan feliz como en esa ciudad que a primera vista parece provinciana, sin grandes atascos de tráfico y con mujeres de a pie que llevan pañoletas atadas en la cabeza, cual doñas de casa.
En Madrid se habla mucho. La cháchara es constante en el metro, el café, la parada de buses, hasta en el cine, ese que casi nunca pasa películas en idioma original...
La curiosidad de los que te buscan los ojos, los bares a cada momento, y el humo recurrente del cigarro dan cuenta de una ciudad viva que parece estar preparándose siempre para algo nuevo, no se sabe muy bien qué.
En Madrid se duerme sólo lo suficiente y se divierten tanto que nunca parece suficiente.Está repleta de calles con nombres de pintores y de bares que permanecen abiertos a pesar de las abundantes fiestas patronales que interrumpen el trabajo de locales que se resisten a rendirse ante la rutina del laboro. Madrid siempre está de marcha y por eso está invadida de turistas que buscan diversión sin fin y de parroquianos que emulan a Dionisio y presumen de saber vivir.
Las calles míticas continúan siendo las mismas que en su momento recorrieron los reyes de la noche castiza, dígase Almodóvar en compañía de la mítica Alaska y su Dinarama y de músicos como Carlos Berlanga, entre otros tantos que ayudaron a difundir la fama de la ciudad en los años 80 cuando por todos los medios se buscaba contrarrestar la resaca que había dejado la era franquista.
Los restos de la movida madrileña aún se sienten, aunque Joaquín Sabina, uno de los hijos predilectos de la ciudad, se empeñe en vociferar que de eso nada queda.
En estos tiempos el desmadre es más comedido y en lugar de semipunks abundan los ravers y en lugar de los Pegamoides y Siniestro Total resuena el pop light de los chicos salidos, y sobrevivientes, del reality operación triunfo.
En la marcha madrileña todos los caminos conducen a Sol, el punto más céntrico de la ciudad, donde se observa el clásico anuncio Tío pepe y donde se encuentran las discotecas, los bares y
restaurancitos más concurridos.Los más deliciosos y baratos se encuentran en los alrededores de la Plaza Mayor donde es mandato probar los bocadillos de calamares fritos. No hay quien aguante dieta en el Madrid de la buena vida y de la comida de calidad.
Decenas de callejuelas y pasadizos se despliegan en todas las direcciones, como si se tratara de lúdicos laberintos medievales que espelen un mix de olores contrastantes que incluye ajos, pimientos fritos, cebada y vinos. Por allí se empieza. Las tapas y el picoteo es el preámbulo de una noche interminable. Los jueves, viernes y sábados son los de mayor movimiento. No obstante, el resto de la semana la ciudad apenas detiene ese ritmo desenfrenado. Los búhos, autobuses nocturnos que recorren la ciudad repartiendo gente desde la emblemática Cibeles, están allí para aupar esa suerte de "ensimismamiento" narcoléptico que sacude a la capital española. Siempre van llenos, al igual que los taxis que se recorren La Castellana de abajo para arriba y viceversa transportando trasnochados y borrachos hasta el amanecer...

No importa la edad. Madrid tiene esa extraña facultad de propiciar conversaciones entre cincuentones y adolescentes. Todos se mezclan, viejos, chicos y guiris, en intensos intercambios de palabras, sobre todo a la hora de las tapas y de las cañas, la primera etapa de la marcha interminable...



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